Prólogo Alberto Vázquez-Figueroa Libro-Dvd Frankenstein 04155

Hace ahora unos diez años escribí una novela en la que contaba cómo la ineptitud y la avaricia de los políticos provocaba el accidente en un tren de alta velocidad, lo que traía aparejado la muerte de casi medio centenar de pasajeros, así como un gran número de heridos y la destrucción de muchos hogares.
 
Años después un miembro de la asociación de víctimas del accidente de Santiago me llamó con la intención de saber cómo era posible que hubiera detallado con tanta exactitud y antelación tan terrible tragedia, mayor aún en número de víctimas, y mayor aún en grado de ineptitud y corrupción.
 
Mi respuesta sigue siendo la misma, no fue alegar que tuviera dotes adivinatorias, sino que como español, periodista, escritor y ser humano más o menos sensato, tenía muy claro que las cosas se estaban haciendo de forma criminal y chapucera por lo que pronto o tarde algo así tenía que ocurrir.
 
Ocurrió en Santiago, pero podría haber ocurrido en cualquier parte.
 
Y volverá a ocurrir en cualquier parte porque los verdaderos culpables no han pagado las consecuencias y esa demoníaca impunidad les da alas a la hora de seguir comportándose de igual modo, tras haber asistido impasibles a unos funerales en los que fueron muy generosos a la hora de repartir besos, abrazos y palabras de condolencia.
 
Besos, abrazos y palabras cuestan poco, y tanto las prostitutas como los políticos las almacenan para cuando llega el momento de distribuirlas acompañadas, no siempre, de una hipócrita lágrima.
 
¿Por qué, pese a que cambió el gobierno, el único culpable es tal vez el menos culpable?
 
Probablemente porque el botín es tan fastuoso que más vale repartírselo olvidando rivalidades políticas, que perderlo por culpa de algo tan poco rentable como hacer justicia.
 
Los políticos pueden permitirse muchas cosas, excepto la justicia y la compasión, porque saben que ser justo o compasivo es una muestra de debilidad que sus enemigos se apresurarán a aprovechar.
 
Un pobre hombre irá a la cárcel, docenas de ellos continuarán sufriendo por la ausencia de los seres queridos, y todos sin excepción desde sus celdas, tengan o no barrotes, serán testigos de una nueva tragedia en la que otros muchos inocentes verán como a sus funerales asisten los mismos de siempre, con sus mismos besos, abrazos y palabras de condolencia.
 
Y no es que yo sea adivino; es que sigo siendo español.
 
 
Alberto Vázquez-Figueroa